jueves, 23 de abril de 2015

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La libertad, según Hannah Arendt

El espacio público
“Parece evidente que compartir la alegría es absolutamente superior a compartir el sufrimiento. La alegría, y no la tristeza, es locuaz y el verdadero diálogo humano difiere de la mera conversación o incluso de la discusión en que está impregnado por el placer en la otra persona y en lo que dice. Podríamos decir que está afinado en la clave de la alegría.”
La libertad interior es una consecuencia derivada de una situación histórica en la que muchos no tenían acceso a la auténtica libertad, la que ya se había vivido en tiempos de la polis griega. Ésta consistía en la libertad de hacer y de decir, la libertad de moverse. De salir de casa, de estar en el mundo y encontrarse con otros humanos para dialogar e intercambiar otros puntos de vista, y para realizar empresas con ellos. Arendt dice claramente que ser libre y vivir en la polis es lo mismo, y toma como modelo de espacio político el ágora o la plaza pública de la democracia ateniense.
El espacio público ateniense está al margen de la violencia porque las guerras suceden contra los otros, los que están fuera de las murallas de la ciudad. Dentro, lo que existe es un mundo de iguales en los que rige la isonomía ( la igualdad de derechos) y la isegoría (la libertad de hablar, igual para todos): todos los considerados ciudadanos son iguales en cuanto que tienen derecho a exponer su punto de vista sobre los asuntos públicos. La plaza pública es como un escenario en el que se exhiben, gracias a la palabra, las diferentes opiniones de los ciudadanos. Para disfrutar de esa libertad, la única finalidad que se debe conseguir es la de librarse de las necesidades, no tener que ocuparse de labores de supervivencia, obtener tiempo para el ocio y así, junto con otros que igualmente puedan disfrutarlo, dedicarse a imaginar, elaborar y realizar planes y acciones que introduzcan novedades en el mundo.
Se trata de una igualdad de desiguales, ya que la característica básica de la humanidad es su diversidad, su pluralidad. Esta es una de las afirmaciones más constantes de Hannah Arendt: la pluralidad es la ley de la tierra. No sólo hay diversidad de raza, sexo, historia, sino que entre los humanos que comparten algunas de esas diferencias, o incluso todas, la pluralidad es enorme. Cada uno de nosotros, cuando nace, ocupa un lugar en el mundo totalmente diverso de los demás, encarna una novedad absoluta, sin que ni antes ni después pueda repetirse. A la pregunta: “y ¿tú quién eres?”, cada uno puede responder con un relato único. Esa novedad, implícita en el nacimiento de cada ser humano, es ya en sí misma prueba de que éste puede introducir en el mundo algo diferente.
No parece, sin embargo, que muchos filósofos hayan tenido en cuenta la pluralidad, con su insistencia en hablar de “el Hombre”, o de la naturaleza humana. Ni siquiera cuando un filósofo como Aristóteles afirma la condición política como rasgo distintivo. Según Arendt la fórmula aristotélica “el Hombre es un animal político” es equívoca, porque supone que la política es parte de la esencia del ser humano. Sin embargo, la política es un espacio de relación, es algo que está entre los humanos, no en ellos mismos sino en medio; es algo que puede ocurrir, o puede no ocurrir, entre ellos.
Al ser la política una relación, no ha existido durante largos períodos históricos y puede desaparecer en cualquier momento. La vida humana, la seguridad de los humanos y su existencia, no exigen esa relación, ya que se pueden garantizar mediante otros tipos de organización. El espacio público es una invención humana, una creación que no responde a ninguna necesidad y que, por ello mismo, puede ser efímera y frágil. Han existido y existen gobiernos, reinados o imperios, pero sin política, sin ese lugar de encuentro, de acción y de palabra entre iguales. (“Democracia” es una palabra que describe una forma de gobierno que originalmente fue un espacio político, pero conviene hacer dos salvedades: que Arendt describe situaciones propiamente políticas, pero sin esa forma de gobierno, y que hay gobiernos democráticos en los que el espacio de la política está casi exclusivamente ocupado por los políticos, y no por los ciudadanos, a los que se les manda a casa, a ocuparse de sus asuntos privados, y a disfrutar del ocio haciendo turismo o asistiendo a espectáculos).
En el espacio político no se habla para ordenar, ni se escucha para obedecer, porque no hay dominantes y dominados, gobernantes y gobernados. Un tirano no es un hombre libre aunque diga o haga lo que le dé la gana. La igualdad de los desiguales puede, a través de la palabra, convertirse en la construcción de un mundo compartido que combinará, como las múltiples caras de un prisma, todas las perspectivas. Ninguna perspectiva es la verdadera, pero la pérdida de un punto de vista empobrece el mundo común.
La igualdad de desiguales utiliza el diálogo y no la fuerza para persuadir, para convencer. Pero tomar la palabra, proponer alguna acción para cambiar algún aspecto de la sociedad, emitir un juicio sobre alguna iniciativa exige valentía. Esa es la gran virtud política: la valentía de exponerse en el escenario público a la vista de los demás. Se corren riesgos que no existen en el interior de las casas, de las cabezas: el riesgo de no ser entendido, de no ser secundado, de equivocarse, y todo ello puede incluso afectar a la seguridad personal. Y sin embargo la política, una vida de aventuras que se expone valientemente, es la buena vida: y si no, ¿qué explicación podemos encontrar en la decisión de Sócrates de preferir morir en Atenas antes que fugarse de la cárcel y exiliarse como le proponían sus amigos? Sócrates no quiso vivir como un paria, desterrado de su ciudad, en una tierra en la que carecería de la palabra libre; asegurar por ese medio su supervivencia no le pareció deseable, después de haber vivido con entusiasmo la libertad y la política.
“Sócrates no afirmaba nada; no conocía jamás las respuestas a las cuestiones que planteaba. Cuestionaba por amor al cuestionamiento, no por amor al saber. Si hubiera sabido lo que era la valentía, la justicia, la piedad, etc., no hubiera sentido la necesidad acuciante de someterlas al cuestionamiento, es decir, de pensar al respecto. La excepcionalidad de Sócrates hay que encontrarla en que concentraba toda su atención en el pensar mismo, sin preocuparse de los resultados. La totalidad de la empresa no tiene supuestos ni finalidades ulteriores. Una vida sin cuestionamiento no es digna de ser vivida. Eso es todo lo que hay que decir. De hecho, su actividad consistía en hacer público, en la conversación, el proceso del pensamiento –ese diálogo que discurre silenciosamente en mí, entre yo y yo mismo; Sócrates “ejecutaba” [he performed] en la plaza del mercado al igual que el flautista ejecuta en un banquete. Es una pura performance, un puro “actuar” ”
5.- La performance de Sócrates
En su deseo de comprender cómo hemos llegado a pensar que la libertad es un rasgo de nuestro interior y que el pensamiento libre se desarrolla mejor cuanto más alejado se encuentra de las cuestiones políticas, Arendt encuentra un momento histórico en el que la brecha entre pensamiento y acción, teoría y práctica, filosofía y política no existía. Al mismo tiempo, ese momento privilegiado es aquel a partir del cual la brecha comenzó a abrirse.
Sócrates es ese momento, es el modelo, el tipo ideal, alguien que no se sitúa al margen de sus conciudadanos, pero tampoco es sencillamente uno más. Arendt muestra el paralelismo entre el inicio de la filosofía a partir de Sócrates y el inicio del cristianismo a partir de Jesucristo. Ambos condenados a muerte, cuando del primero se decía que era el hombre más sabio y del segundo que era el hombre más bueno. Ninguno de los dos dejó nada escrito, sólo su ejemplo, que posteriormente ha sido interpretado de mil maneras diferentes.
La actividad y la vida de Sócrates se desarrollaba en la plaza pública. Se interroga sobre las palabras comunes con las que los ciudadanos intervienen en el espacio político: ¿qué es la valentía?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es la piedad? Su cuestionamiento cpnsiste en una puesta en escena, a los ojos de quienes ocupan en ese momento determinado el lugar público en el que se desarrolla: la plaza, el gimnasio, los tribunales. Los presentes se constituyen en espectadores de lo que allí sucede, pero no son meramente espectadores pasivos de una representación, sino más bien participantes de una performance, en un doble sentido: se trata efectivamente de una realización, como performances son una obra teatral, una danza o un concierto; pero al mismo tiempo son realizaciones con participación activa del píblico, que acaba igualmente siendo parte del espectáculo.
Arendt recuerda los tres personajes con los que se ha querido comparar la actuación de Sócrates: con un tábano, con un pez torpedo y con una comadrona.
Un tábano es un bicho molesto; cuando se te coloca encima, no te puedes librar de él. Sócrates puede llegar a ser como ese moscardón, molestando con sus preguntas. Además, Sócrates no posee respuestas para las preguntas que formula porque no defiende ninguna doctrina, no se dedica a difundir verdades filosóficas, sino que empuja a quienes le escuchan a ser más verdaderos, esto es, a no vivir irreflexivamente. Una vida sin reflexión –decía Sócrates- no tiene ningún valor. Los diálogos que entabla con sus conciudadanos son circulares, no llegan a resultados tangibles y, si lo hacen, no es sino para volver a empezar al día siguiente.
Imaginemos –partiendo de un ejemplo de la propia Hannah Arendt- que en un lugar público algunas personas estuvieran discutiendo acerca de las casas que se construyen en los barrios de crecimiento de la ciudad: si debería construirse así, si tiene sentido hacer zonas ajardinadas interiores, si son hermosas, si es mejor adosadas que grandes edificios, etc. La pregunta socrática, en medio de toda esa discusión, sería “¿qué es una casa?”. Una pregunta impertinente para los que dan por supuesto que saben de lo que hablan, y más impertinente, si cabe, cuando Sócrates comienza a desmontar las frases hechas con que le responden.
El tábano, en el segundo acto, se convierte en un pez torpedo, un animal que paraliza por contacto. Sócrates transmite con sus preguntas un imperativo: “¡Detente y piensa!”. La preplejidad en la que sume a los demás a través de sus interrogaciones tiene que provocar efectivamente una parálisis, puesto que se deshacen algunos significados evidentes con los que discurre la vida sin problemas. En realidad, la parálisis es el inicio de una gran actividad mental.
Hay que ser un excelente artista –y no siempre eso se consigue, prueba una vez más de que estamos ante una auténtica performance en la que se corre el riesgo de que algo salga mal- para llevar a los espectadores del primer acto del tábano al segundo del pez torpedo, porque si no hacen ese tránsito, y si los que se ven aguijoneados por el tábano no terminan paralizados por el pez torpedo, pueden llegar a conclusiones cínicas, como le sucedió a Alcibíades: ya que no podemos saber qué es la piedad, seamos impíos.
Al contrario de lo que le pasa a Alcibíades, se trata de conseguir que el viento se levante y descongele el significado de “piedad” o, como en el ejemplo de Arendt, el de “casa”. Y entonces empezar a pensar en lo que han sido las casas: un lugar de acogida, un espacio en el que crecer, un hogar propio en el que escondemos nuestros recuerdos, al sitio al que regresamos, y muchas cosas más.
Pero, de nuevo, hay que salir de esta etapa en la que tan sólo pensamos, porque el mundo en el que vivimos exige en algunos momentos decisión y acción. Si nos quedáramos paralizados en el pensamiento, aun cuando cierto es que no cederíamos a la moda fácilmente, o a los caprichos de los arquitectos, tampoco sabríamos qué casa queremos.
Hay que llegar, pues, al tercer acto, el de la comadrona. Sócrates decía que había heredado ese arte de su madre, sólo que él no traía al mundo niños, sino opiniones. Su papel no es resolver el enigma, sino ayudar a que cada uno aprenda a sacar de sí mismo su propia opinión. Es la mayéutica, el arte de hacer pensar a uno mismo por sí mismo.
Ahora bien, en este punto debemos ser muy cuidadosos. Por un lado nos podemos dejar llevar por una aparente facilidad y no entender el mérito de la mayéutica, ya que dar una opinión no parece tan complicado: es lo que continuamente hacen muchas personas incluso cuando no se les pregunta o la ocasión no lo requiere. Pero, según Arendt, esto a lo que tan rápidamente llamamos opiniones no son sino prejuicios, efectivamente siempre a mano para ofrecer una respuesta ya hecha. Y, por otra parte, suponiendo que no se responda con la repetición de un prejuicio, sino con una opinión elaborada por quien la emite –esto es, con un juicio-, hay que saber distinguir si se trata de una opinión veraz, porque, de lo contrario, se corre el riesgo de aceptar que todo vale. ¿Cómo saber si una opinión es o no es una impostura?
“La importancia política del descubrimiento socrático está en la afirmación de que la soledad –que antes y después de Sócrates se consideró requisito y habitus profesional exclusivo del filósofo y que la polis consideraba antipolítica- era, por el contrario, condición necesaria para el buen funcionamiento de la polis, incluso una garantía mejor que las reglas de conducta puestas en vigor por las leyes y el miedo al castigo. [...] Nosotros, por otra parte, quienes conocemos la experiencia de las organizaciones de masas totalitarias, cuyo objetivo primero es eliminar toda posibilidad de soledad –excepto en su forma no humana de confinamiento- podemos dar testimonio, sin ninguna dificultad, de que todas las formas de conciencia, tanto secular como religiosa, quedan abolidas en el momento en que ya no está garantizada la más pequeña posibilidad de que uno esté solo consigo mismo. El hecho frecuentemente observado de que la conciencia misma deja de funcionar bajo condiciones totalitarias de organización política, y ello independientemente del miedo y del castigo, es explicable a partir de estos factores. Nadie es capaz de mantener intacta su conciencia, si no puede actualizar el diálogo consigo mismo, es decir, si carece de la soledad que requiere toda forma de pensamiento.”
 “We are the beginners”
Además de enseñarnos cómo en el mundo griego clásico participar en el gobierno de la polis y ser libre son la misma cosa, Arendt lleva a cabo toda una reflexión original sobre la acción humana, a fin de combatir la separación que nuestra cultura ha fraguado entre la vida del pensamiento y la vida de la acción.
Hannah Arendt piensa en la acción humana a partir de la natalidad. Cada ser humano que viene al mundo es un nuevo comienzo, un beginner. La espontaneidad del recién nacido es el anuncio de algo imprevisible. Este nuevo comienzo abre la posibilidad de un segundo nacimiento, su inserción en el mundo a través de la palabra y de la acción. Y fiel a las meticulosas distinciones que le gusta hacer, Arendt explica que actuar no es ni laborar ni producir.
Laborar es llevar a cabo el trabajo improductivo por el que se satisfacen las necesidades vitales. No deja huella tras de sí. Es un trabajo del que las mujeres lo sabemos todo, son las labores domésticas: quitar el polvo hoy para volver a empezar mañana. Este trabajo es una lucha contra la invasión de la naturaleza, contra la degradación. Sin este empeño por mantener limpias las casas, dar de comer, ocuparse de cuidar enfermedades y debilidades, ninguna otra empresa sería posible. Un trabajo poco heroico, que cuando un héroe como Hércules realiza –limpiando los establos de Aurgias- lo hace una única vez, convirtiéndolo por eso mismo en una hazaña. (Estamos en condiciones de replicar contra algunos de los lugares comunes de nuestra cultura patriarcal y afirmar, utilizando las enseñanzas de Arendt, que decir que “Hércules es un héroe” es un prejuicio, y a continuación emitir un juicio como el siguiente, referido a un ejemplo concreto: “la heroicidad es vivir como esa ama de casa”).
Producir es trabajar para hacer un objeto, que se convierte así en el fin del trabajo. Aquí todo son huellas, nuestro mundo está lleno de objetos producidos. La producción humana construye y destruye, maneja y violenta, emplea los recursos para obtener un producto final. El lenguaje de los medios y los fines le es absolutamente apropiado: transformar las materias primas, usar instrumentos, obtener resultados, utilizar recursos, alcanzar los objetivos.
La acción ni es la labor vital, ni es el trabajo productivo. La capacidad de actuar es la que hace de la vida algo valioso. Porque somos comenzadores, beginners, porque cada uno de nosotros anunciamos algo nuevo imprevisto, vivir sin actuar es como renunciar a la propia humanidad. Se puede vivir sin laborar y sin producir –cuando otros lo hacen por nosotros, de manera que nuestras necesidades vitales están satisfechas-, pero vivir sin actuar, a pesar de que tantísimos humanos han vivido y viven de esa manera, no posee la dignidad de la vida humana. Actuar es nacer a un mundo de relaciones humanas del que se forma parte al tomar la palabra públicamente y al proponer, apoyar y realizar iniciativas en el espacio público.
Los griegos y los romanos –nos dice Arendt- tienen dos palabras para designar la acción. Dicen archein y prattein en griego, y respectivamente agere y gerere en latín. Archein significa comenzar, guiar, gobernar; prattein, realizar, acabar, llevar a buen fin. La acción es la combinación de estos dos momentos, por lo que es imposible considerar que se pueda actuar solo. La acción es concertada porque si uno la comienza o propone, tiene que contar con que muchos otros la realicen: estamos en el espacio en el que ni se ordena ni se obedece porque las cosas se hacen por acuerdo mutuo tras la discusión y el diálogo.
Si ese espacio público desaparece, se acaba entendiendo que hay quien gobierna y hay quien es gobernado, que hay quien piensa en lo que hay que hacer, y quien lo hace. Actuar se entiende entonces exclusivamente como prattein, pero es una práctica obediente, que aplica y gestiona lo que ordenan los gobernantes.
Cuando se actúa, precisamente porque no hay fin de la acción –un producto, un objeto-, se inicia un proceso que opera en un mundo de ilimitada interrelación humana, comienza una cadena de acciones y reacciones que puede llegar hasta el final de los días. La imprevisible libertad con la que se actúa choca y se mezcla con la libertad de los demás. A partir de un comienzo, son posibles acontecimientos que no estaban contemplados en el inicio, consecuencias no deseadas ni pronosticadas. En la acción no se puede deshacer el proceso iniciado y no se puede controlar el sentido de lo que se hace, que estará siempre en manos del historiador o del biógrafo, una vez finalizada una vida o una etapa. Por todas estas razones, Arendt niega que la libertad sea la soberanía, como algunas escuelas filosóficas han defendido: la única soberanía posible es imaginaria, ser dueños de los deseos, pero nunca de los actos, que una vez iniciados están fuera de control.
Ante tamaña responsabilidad, no es de extrañar que imponga respeto la libertad, o que se prefiera no actuar. La propuesta de Arendt para invertir ese efecto es defender la existencia de un valor moral público, basado no en la relación consigo mismo, sino en la relación con los otros: se trata del perdonar, algo que el agente debe recibir de parte de los demás, ya que uno no puede perdonarse a sí mismo. Sólo gracias al perdón es posible animar a la acción, en la medida en que se debe descargar de culpabilidad a quienes actúan, en cuanto a los acontecimientos imprevisibles futuros que se desencadenan a partir de una iniciativa presente. En la historia hay sin duda hechos imperdonables, como el mal absoluto –los asesinatos cometidos por Eichmann, por ejemplo-, pero se tiene que poder exonerar a alguien de lo que ha hecho sin saber que lo ha hecho, esto es, de las consecuencias de haber iniciado una acción.
Por otra parte, demostramos igualmente que somos comenzadores y que tenemos capacidad para ser libres en cuanto que sabemos mentir. A Arendt no le parece ni mucho menos natural y obvio el hecho mismo de poder mentir, de poder decir que “el sol brilla” cuando está lloviendo a cántaros. Es una prueba de que no somos seres naturales sin más, de que nuestra inserción en la naturaleza no está tan bien acoplada como sucede con el resto de los seres vivos. Mentir tiene una afinidad con actuar: en los dos casos se trata de cambiar la realidad. Esa misma afinidad está en la base de lo fácil que parece resultarles a los políticos mentir.
No nos equivoquemos, que Arendt rechace las teorías científicas en el terreno de las relaciones humanas, que critique el modo en que se zanjan las discusiones cuando se esgrime la autoridad de la verdad, que considere que todas las opiniones reflexivas, en las que está implicado el sujeto que las emite, tienen valor, que sostenga que la historia es la que encuentra el sentido de los hechos y que ese sentido no es único, todo eso no significa ni mucho menos que no reconozca la existencia de las mentiras en materia política e histórica. No es lo mismo un hecho que una opinión o una interpretación: se podrá explicar de muchas maneras la participación de Trotsky en la revolución rusa, se podrá discutir todo lo que se quiera acerca de los campos de concentración, pero es un hecho que Trotsky formó parte de esa revolución, como también lo es que hubo campos de concentración.
La falsedad deliberada no es opinión. El mentiroso miente por partida doble cuando apela a su derecho a decir lo que quiera basándose en la libertad de palabra: al atenuar esa línea divisoria entre hecho y opinión está mintiendo de nuevo. Esas mentiras son, en realidad, acción. Una acción con vistas al futuro, precisa Arendt, porque lo que es posible cambiar es el futuro, nunca el pasado o el presente: el presente o el pasado no son potenciales, ya han tenido lugar.
Que lo que ha pasado podría haber sucedido de otra manera es lo que da alas a la capacidad de mentir. Pero sólo podemos ser libres de actuar y cambiar, concluye Arendt, respetando los límites de las cosas que, por haber sucedido ya, no pueden cambiar.
“El embustero [...] dice lo que no es porque quiere que las cosas sean distintas de lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo. Se aprovecha de la innegable afinidad de nuestra capacidad para la acción, para cambiar la realidad, con esa misteriosa facultad nuestra que nos permite decir “brilla el sol” cuando está lloviendo a cántaros. [...] Nuestra habilidad para mentir es uno de los pocos datos evidentes y demostrables que confirman la libertad humana.”
9.- La felicidad pública
El bellísimo prefacio al conjunto de ensayos titulado Entre el pasado y futuro de Hannah Arendt se abre con un aforismo de René Char: “Notre héritage n’est précédé d’aucun testament”, o sea, nuestra herencia no está precedida de ningún testamento. Ese aforismo fue escrito cuando Char participó en la Resistencia francesa, entre los años 1941-1945.
¿En qué consistía esa herencia anónima? Se trataba de un tesoro, pero un tesoro sin nombre, difícil por tanto de describir. René Char se está refiriendo a la experiencia de muchas personas pertenecientes a una generación de intelectuales que se vieron abocados a hacer política clandestina, contra la ocupación alemana y la claudicación del gobierno de Vichy. Ahora bien, ¿qué hace que eso sea un tesoro?
Es una de las cosas complicadas de explicar, porque tratándose de una experiencia –y en este caso de una experiencia de júbilo-, el relato puede carecer de sentido para quien nunca jamás haya participado en nada parecido. La alegría de encontrarse a sí mismo, lejos de las mácaras insatisfactorias con las que nos revestimos cuando nuestras vidas sólo se ocupan de asuntos privados, la energía de tomar iniciativas en la creación de un espacio público de relaciones, el entusiasmo que nace de la red de amistades tejida al calor de la acción política, todas esas cosas son el tesoro. Arendt, que no se resigna a no darle un nombre, le aplica uno con cierto sabor antiguo: “felicidad pública” lo llama, como hicieron los revolucionarios americanos y franceses de finales del siglo XVIII.
Es el tesoro de la libertad pública. Cada vez que en la historia surge un acontecimiento revolucionario, cuando la gente abandona parcialemente sus vidas privadas y comienza a preocuparse por el mundo de manera activa, entonces se crea entre los ciudadanos ese espacio de libertad. Es lo que observa Arendt que sucede en el movimiento estudiantil de finales de los años sesenta del siglo XX, tanto en Estados Unidos como en Europa: los jóvenes descubrieron lo divertido que es actuar, intentar cambiar en compañía de otros algunas cosas del mundo. (En España, el movimiento estudiantil de esos mismos años estaba vinculado al antifranquismo, pero lo que hacía que también fuera una experiencia de libertad no era tanto la lucha contra la dictadura cuanto la creación de un espacio de libertad mediante la acción concertada entre iguales; y además, creo que se puede afirmar, reforzando así la idea de la felicidad pública, que ninguno de los que participó en el antifranquismo recuerda su vida de aquellos años como algo triste).
El espacio público que se crea en torno a los movimientos revolucionarios siempre ha tenido la forma de los consejos, dice Arendt: los consejos son asociaciones de vecinos, de estudiantes, de profesionales, de trabajadores, iniciados para tener la posibilidad de discutir entre iguales, hacer propuestas, intervenir en los cambios. Quizá es una utopía, añade Arendt, pensar que un sistema así no desaparezca una vez terminado el momento mágico y perdido el tesoro de la felicidad pública que, durante un cierto tiempo, está en manos de quienes participan del movimiento. Pero, en todo caso, no es una utopía de los teóricos, sino del pueblo, como si correspondiera a la auténtica experiencia de libertad y de acción política.
La historia ofrece momentos revolucionarios en los que el tesoro brilla y momentos de oscuridad en los que el espacio público parece desaparecer. ¿Qué sucede en los momentos de oscuridad?
Arendt reflexiona sobre la experiencia judía y el modo como los judíos, durante todo el siglo XIX y parte del XX, se desentendieron del mundo histórico y de la política: los más poderosos se dedicaron a la cultura y a acumular riquezas, no percatándose del ascenso del antisemitismo. Muchos judíos rehusaban su identidad como judíos, pero tampoco lograban sentirse asimilados en el mundo en el que vivían: la prueba era justamente que no entraban en el espacio público de intercambio. Emigraron interiormente, es decir, se retiraron del mundo a una vida interior porque era más tentador, por ejemplo, ignorar el estúpido parloteo de los nazis que combatirlo. Los judíos se comportaron como parias dentro del país al que pertenecían como ciudadanos.
Cuando una cosa así sucede, se desarrolla un sentimiento entre los parias que es un sucedáneo de la política: se trata de la fraternidad. La fraternidad es una unión entre las personas perseguidas o esclavizadas o maltratadas tan estrecha que anula el espacio que pudiera haber entre ellas: produce una calidez y un bienestar en las relaciones, no sólo por esa proximidad, sino también porque tiene un cierto encanto la ausencia de preocupaciones acerca del mundo.
En contra de la consabida opinión según la cual la fraternidad es una muestra de humanidad, Arendt afirma que la fraternidad entre los judíos era inhumanidad, porque lo que humaniza al mundo no es protegerse de sus desmanes, sino hablar de cómo es y de qué hacer para cambiarlo. Hablar del mundo es crear un espacio entre nosotros en el que alojamos la palabra que nos une y separa, gracias a la cual construimos un mundo común, fruto de un prisma complejo formado por múltiples opiniones. Si no nos preocupamos por el mundo, si sólo mostramos nuestra fraternidad o solidaridad con los más débiles, es cierto que conservamos mejor nuestra inocencia, pero también lo es que no ejercemos nuestra libertad.
¿Qué podemos esperar en el mundo actual? Cuando se hacen profecías, es verdad que quienes tienen más asegurados la audiencia y el éxito son los profetas de malos augurios porque, del mismo modo que representar la vida como tragedia es más fácil que hacerlo como comedia, también se acierta más cuando se predice la catástrofe. Los desastres suceden automáticamente. Y lo único que parecen propiciar, entre quienes no se desentiende de todo, son movimientos de solidaridad.
Sin embargo, Arendt nos enseña a ser optimistas. Cada ser humano, cada beginner, puede hacer intervenir en el mundo su propia novedad, interrumpiendo la cadena de fenómenos que se producen de manera inexorable. Ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia que sería realista –nos dice- esperar lo impredecible, esto es, esperar milagros en el campo político.
Así pues preparémonos para reconocer el milagro de la libertad de los humanos y su capacidad de modificar el mundo, cuando llegue. Muchos esperamos volver a ver cómo brilla el tesoro.

(La libertad, según Hannah Arendt / Maite Larrauri. Ed. Tándem. València. 2001.)

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